Las fronteras y sus controladores, policías, Sag y aduana, fallan, y que bueno que fallen, al controlar a los migrantes. Los auscultan de pie a cabeza, los miran con desconfianza, les hacen miles de preguntas, qué a que vienen, y por qué tantas maletas… Y por qué tan nerviosa la chola. En fin. Pero hay un equipaje del migrante que va más allá de sus ropas, de sus enseres y las fotografías que traen a cuestas para no extraviar su tierra de origen. Otro equipaje que desafía la mirada de los funcionarios públicos, de los rayos láser, de los escaners. Los peruanos, traen la receta de sus comidas, la fórmula de su pisco sour, los gritos de sus clubes deportivos, sus colores de la sierra, de la costa, de la selva, los carajos y sus pe.
En el fondo de la maleta del alma, traen como piedra preciosa al Señor de Los Milagros y el morado como el color de la fe, como el pasaporte que les abre las puerta en todo el mundo y que denuncia que son de la tierra de Vallejo, de la Chabuca, de Arguedas y de Antonio Cisneros. La oración que lo describe: «Con paso firme de buen cristiano hagamos grande nuestro Perú, y unidos todos como una fuerza te suplicamos nos des tu luz». En tierras tarapaqueñas y desde hace 20 años desde la población Rubén Godoy, pacientemente urden la procesión, preparan los alimentos y ensayan la marinera. Una banda de Tacna, en un ejemplo de integración sin igual, interpreta, primero el himno nacional de Chile y luego el del Perú. Y luego como si saliera de la nada, el ritmo de una marinera los llena de nostalgia. Y no hay fiesta sin comida, y empieza, de mano en mano, a danzar el ají de gallina como si fuera la multiplicación de los panes. Cristo es andino, peruano, tarapaqueño.