Los teatros de antes, eso que exhibían películas, en rigor cines, como el Nacional, el Coliseo y el Municipal, tenían, en la entrada de la platea, un pequeño negocio. Vendían confites. Bajo ese nombre amplio y azucarado, cabían todo tipo de embelecos. Se suponía que los que accedían a la platea, ingresaban también a ese mundo, el de los dulces y de la fantasía.
Hay una pastilla, la de almendras en forma de huevo, que se vendían en bolsa de celofán que tenía colores que la hacían más atrayente aún. Eran de colores. Cada una era celeste, amarilla, verde. A mi juicio, el consumo de éstas, resumía el encanto de ir al cine, una vez por semana y a platea. En la galería sólo alcanzaba para un chupete helado de la heladería Rex.
Alguien me acota que sólo en el norte le decimos pastillas. En otras latitudes son dulces. Reservan el nombre de pastillas sólo para los fármacos. Más allá de esa observación, la pastilla de almendra necesitaba permanecer en la boca para ir, poco a poco, perdiendo su dureza. El acto culminante era aquel en que las muelas lograban partir el corazón de aquel huevo y el sabor de la almendra lo inundaba todo. En ese momento se podría decir que se estaba en el cine. Comer pastillas de almendras, lejos de una sala de cine, no es lo mismo.
Tanto el Municipal como el Nacional, tenían ventas de estos confites. Ignoro si había en el Coliseo. Ir al cine entonces era una fiesta. Y como tal tenía sus formalidades. Una de ellos, abastecerse de confites para gozar de la belleza de la Kim Novak o bien de la valentía de Richard Widmark.
En la galería se comía de todo. Sandwich de albarcora cuando ésta era generosa con nuestros sartenes. Más allá de las odiosas diferencias sociales, en el cine se congregaban los iquiqueños, para avistar un mundo que nos parecía tan lejano como atractivo.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 29 de abril de 2012, página 21.