Tiene la mirada perdida en no sé qué mundo. Se viste -a pesar de sus años- como colegial de enseñanza media y transita por las calles de Iquique como perro libre y vagabundo, o sea sin destino cierto.
Lo he visto como peregrino en la Plaza Arica, en La Tirana Chica. Agita la lanza invisible que lo transforma en Piel Roja de la Virgen del Carmen. El sonido del bombo erotiza su cuerpo vestido de liceano. Sus pasos cortos parecen llamar o a los dioses de la lluvia o a la Pachamama o a las divinidades de la lucidez, que terminan siendo para él casi lo mismo.
Se instala al lado de la casa Bata. Sobre sus pies pone una vieja caja de zapatos. Enciende el personal estéreo y baila solo. Sus ojos giran ocultos en gruesos vidrios con marcos antiguos que los rotarios o los leones le habrán obsequiado.
Nadie sabe que baila, pero su cuerpo delata la sinfonía de la demencia. Se llama Manuel Murquio.