Mucha gente se ha preguntado siempre sobre cómo y cuándo se descubrieron las cualidades que el salitre posee para la producción de explosivos y para fertilizar las tierras de cultivo, y sólo en el campo de la leyenda han encontrado respuesta, aunque bien inconsistente.
En efecto, sobre esto corren muchas tradiciones, originadas todas en Tarapacá, pues es esta provincia fue donde nació y tuvo larga infancia la industria salitrera basada en la explotación del caliche. Por si el lector no tiene presente la relación que hay entre «caliche» y «salitre», diremos, en corto paréntesis, que el caliche es el mineral que contiene, entre muchas otras substancias, varios nitratos y especialmente el nitrato de soda, comúnmente llamado salitre. Y que el caliche yace en grandes depósitos o yacimientos en las inmensas y desoladas pampas de las provincias nortinas.
Por esas pampas viajaban una vez dos indígenas que, al parecer, habían bajado al desierto procedentes de la quebrada de Camiña. Esos viajes, cruzando la Pampa del Tamarugal, aunque infrecuentes, no eran raros en el siglo XVIII ni mucho antes, pues los indios que habitaban las quebradas, donde tenían sus pequeños cultivos, debían recorrer esa vasta planicie y luego las anfractuosidades de la cordillera marítima para bajar a la costa y comerciar con los changos de las caletas, de los que adquirían pescado seco y sobre todo guano de las islas. Además, y sobre todo en la segunda mitad de ese siglo, existían en Tarapacá, minas de plata que explotaban los españoles, en las que trabajaban indígenas y negros. Una labor que hacían los primeros, era la extracción de leña que se necesitaba como combustible en la fundición de los metales. Esas actividades mineras abundaban más en el lado central y sur de la provincia, especialmente en el pintoresco oasis llamado La Tirana. Pero la tradición sitúa a esos dos indígenas en el lado norte.
Encontrándose ya en plena pampa y habiendo llegado la noche, extremadamente fría en esos despoblados, hicieron una fogata para calentarse y pasar la noche junto a su rescoldo. Se encontraban, sin duda, sobre un yacimiento salitrero. La tradición dice que al encenderse el fuego la tierra empezó a arder y deflagrar, circunstancia que aterrorizó a los indios y creyendo ver al diablo, huyeron espantados. Luego recapacitaron sobre lo ocurrido y decidieron dirigirse al curato de Camiña para consultar al tata cura.
El pueblo de Camiña hallase en el extremo de la quebrada de este nombre, en el norte de la provincia, y entonces era un pequeño poblado indígena con incipiente agricultura junto a la fértil ribera del río, y en el que existía una parroquia levantada entre vergeles. El cura párroco escuchó el relato que le hicieron los indios, examinó los puñados de tierra que éstos le llevaban, y algún tiempo después se le ocurrió echar una parte de la misma en el patio de la casa, donde cultivaba hortalizas. Las plantas se desarrollaron con gran vigor y lozanía. Volvió a aplicar tierra salitrosa a los sembríos, y en vista del buen resultado recomendó a los feligreses indios de su comarca el empleo del caliche como abono.
Esta tradición tarapaqueña, acogida por escritores serios como don Enrique Kaempffer y don Isaac Arce, carece sin embargo de fundamento. La parroquia de Santo Tomás, de Camiña, se fundó en el siglo XVIII, y según tradiciones más antiguas, el caliche era empleado como abono ya en la época de los incas. Muchos historiadores peruanos acogen este punto de vista. Otras versiones, igualmente dignas de crédito, afirman que el caliche era conocido como fertilizante con mucha anterioridad a los incas, esto es por los atacameños, fundadores de las primeras culturas de lo que hoy es el Norte Grande. En realidad, es casi seguro que el mineral del salitre se empleó en Tarapacá mucho antes del período hispano.
En conexión con la anterior, otra leyenda dice que un oficial de la Marina británica que poseía conocimientos de química habiendo visitado aquella provincia encontró similitudes entre el salitre y el nitrato de potasio –que en todo el mundo se empleaba en la fabricación de la pólvora-, resultando de esta observación que el salitre empezara a ser usado en la confección de ese explosivo.
También esa leyenda carece de sentido. Según informaciones históricas, los mineros españoles de Huantajaya fabricaban pólvora con el salitre de Tarapacá desde comienzos del siglo XVIII; fueron ellos los primeros que le dieron ese uso y no han necesitado los consejos de un marino de la Armada británica.
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Hay otra tradición que parece una variante de la que hemos referido al comienzo y que asocia el salitre con los indios changos, los que, como es sabido, habitaban la caleta de Iquique y otras del norte. Hemos visto menciones de ella en varios autores, y el que fuera inteligente y constante colaborador de esta revista, Don Francisco Ferrar Linares, conocedor de las tradiciones nortinas, la ha relatado en un artículo («Alfa, leyenda y salitre», «En viaje» junio de 1953). Dado el pulcro lenguaje de Ferrara, vamos a transcribir textualmente la parte pertinente:
«Varios changos iquiqueños se enredaron (1752) en serio disgusto con el cacique soberano de la playa, y para esquivar su furia abandonaron nerviosamente su caleta de pescadores, internándose en la pampa por el faldeo oriental de la cordillera de la costa. Llevaban yareta y huiro seco en sus ligeras alforjas de cuero de alcatraz para encender fogatas contra el frío o calentar sus alimentos. Habían caminado a pie la porción de leguas sobre las asperezas del cascajo, y sintiéndose desnutridos –vacía la barriga y el labio reseco por la sed-, decidieron poner sus ollas en las brasas para hacer hervir su mazamorra de pescado y macha. Pero de pronto ellos vieron con espanto, como movida por ser maligno, que la tierra comenzaba a arder por su propia cuenta, echando al aire una llama de color anaranjado. El fuego ganaba vigor, extensión y altura, como si se propusiera quemar, en un instante, toda la planicie. Los changos huyeron en una loca fuyenda de pánico, abandonando víveres y bolsones; y al llegar, por fin, a unos caseríos de la zona semiagrícola narraron a la gente mestiza el diabólico suceso.
Después de inevitables exorcismos, alguien organizó caravanas indagadoras, las que al regresar a sus poblachos nativos llevaron bloques pequeños de caliche. Machacaron y derritieron las costras, enterrándolas en lugares de siembra, y sin que lograran darse idea de cómo ni cuándo, observaron que la vegetación se hacía fuerte y amplia, que lechugas y tomates aumentaban de volumen, que los famélicos tamarugos alzaban enérgicamente sus dorsos y que hasta tiraban su vanidosa pinta los chañares…»
En esta versión no se dice por qué los labradores indígenas machacaron el caliche y lo enterraron en sus tierras de cultivo, lo que sólo pudieron haber hecho si ya tenían conocimiento de que el caliche servía como abono.
Nos merece, además, esa leyenda otras objeciones de menor importancia. Los changos eran exclusivamente pueblos costeros, y en el curso de la Colonia permanecieron siempre estacionados en la costa, caracterizándose por su dedicación exclusiva a la pesca, por lo cual no es fácil admitir que, con motivo de una reyerta, un grupo de ellos emigrara de sus lares nativos para atravesar el desierto en busca de los oasis del interior. Ni parece verosímil que en esa expedición hayan llevado yareta para encender fogatas, pues la yareta es una planta desconocida en la costa y que se da sólo en las cordilleras andinas. Por otra parte aparece en ese relato el año 1752, lo que también está en contradicción con las otras tradiciones que atribuyen el uso del salitre a los incas, los coyas y los atacameños.
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Las leyendas tarapaqueñas relativas al salitre se formaron recién en el curso del siglo pasado. Si la industrialización salitrera se hubiera iniciado en una fecha determinada, no se habrían dado motivos para que se originasen leyendas. Pero el salitre empezó a utilizarse poco a poco, por lo menos desde las primeras décadas del siglo XVIII, y en ínfimas cantidades, sin que existiesen «oficinas salitreras» ni nada parecido, siendo empleado por los mineros y por los fabricantes de fuegos artificiales, todos lo cuales producían con el salitre pequeñas cantidades de pólvora. Industria casi doméstica, productores anónimos, lugares de los que se extraía el caliche, desconocidos hoy. Y cuando, por fin, la industria tomó cuerpo, ya en las medianías del siglo pasado, vino el momento en que surgieron las preguntas sobre «cuándo» y sobre «cómo», pues los orígenes ya se habían borrado en la obscuridad del tiempo. Las leyendas reemplazaron entonces a los conocimientos perdidos.
Éstos se pueden indagar y encontrar en la historia de la minería de Tarapacá desde comienzos de la Colonia, en lo tocante al primitivo uso del salitre en la fabricación de pólvora. Mucho más en la sombra queda el origen del salitre como fertilizante agrícola. De todos modos las leyendas que se acaban de comentar pueden considerarse como fuera de quicio, pues hay bien fundadas sospechas de que ese uso le fue dado al salitre ya por los precolombinos mucho antes de que un tranquilo sacerdote colonial se hiciera cargo de la parroquia de Santo Tomás, de Camiña.
Autor: Oscar Bermúdez Miral
Revista «En Viaje», Octubre de 1961.
Año XXVIII, edición Nº 336, p. 11 y 12
Iquique, Chile.