Rómulo Cuneo jamás imaginó que su sencillo relato “Una princesa indiana” (1977:344-352) iba a ser la más difundida y de mayor repercusión de todas sus obras gracias al rótulo de “La Tirana” . No hay certeza de cuándo lo creó y el texto que se conoce está contenido en una edición de sus obras completas (1977). En Chile fue publicado por primera vez en Iquique (Alfaro 1936:532-539) y desde entonces comenzó a popularizarse profusamente, al extremo de revestir efectos como hacer creer que allí están tanto el origen de la localidad de La Tirana como de su festividad carmelitana.
Es que Rómulo Cuneo, más allá de los innegables méritos de su producción historiográfica, tuvo la caprichosa tendencia de querer explicar a discreción el origen de determinados topónimos: Arica, Pisagua, Huara, Iquique, Sal de Obispo, Agua Santa, etc., sin dar absolutamente en el clavo. Así mismo, se dio licencia para fijar el día de fundación en un mismo año de Pica, Arica, Azapa y Tacna, ajustándolo a su respectivo santoral calendario.
En el caso específico del pueblo-santuario, a Cuneo se le ocurrió asimilar el topónimo Tirana como adjetivo calificativo, encarnando la ficticia figura de una mujer incásica cruel y déspota, (la “princesa indiana”) que se enamora de un conquistador portugués que la convierte al cristianismo, motivo por cual sus súbditos los ejecutan a ambos. Poco después, según la saga, un fraile mercedario discurre que se trata de un caso de martirologio y levanta una precaria ermita (Cuneo 1977:344-352) que será la raíz del afamado santuario.
El tema narrado por Cuneo sólo se conoce a partir de la mencionada edición iquiqueña (1936), lo que es una prueba palpable de que nunca existió ni tradición ni leyenda al respecto. Nada, porque no es más que una elaboración libre del autor peruano.
En el umbral de la Conquista, un sutil episodio de amor y odio en clave de Romeo y Julieta y un tempranero triunfo de la cruz en el desierto infiel. Todo un sutil capital de motivos capaces de performar -merced al fermento del tiempo y la religiosidad popular- una pieza literaria que escala a presunta leyenda historiable.
Dadas las circunstancias de que Cuneo era historiador y de que aún no se realizaban estudios etnohistóricos sobre el topónimo Tirana, la saga de la ñusta Huillac-Tirana del Tamarugal cobró una vigencia tan pegajosa como tozuda que persiste hasta nuestros días.
Aunque a algunos muchos les moleste mucho, hay que reiterar que la verdad histórica hasta ahora registrada refuta toda pretensión de validez. Ciertamente que el conmovedor cuento de Cuneo queda sensiblemente desacreditado, pero esto es nada comparado con el hecho comprobado de que la entidad La Tirana está avalada por evidencias históricas que recorren cuatro fases: prehispánica, colonial española, republicana peruana y republicana chilena post Guerra del Salitre.
Primera encrucijada
El episodio inicial del fenómeno La Tirana, nada tiene que envidiar a la saga de Rómulo Cuneo. Aparte de ser verídico, reviste una impronta ancestral y una coherencia dignas de tenerse en cuenta y de ser aceptadas sin reservas.
Tal como hemos manifestado en otra oportunidad, el punto original es un paraje de la Pampa del Tamarugal que una caravana de una comunidad transaltiplánica chipaya consagró en tiempos prehispánicos como huaca, instalando un ídolo denominado “Tira-Tirani” (Cereceda 2010:117), cuyo significado es “encrucijada de caminos” (Porterie 1990).
Próximo a dicho lugar, hacia la década de 1760, se construyó un pozo que se transformó en oficina-buitrón y dio forma a una aldea que conservó el nombre Tirani y creció notablemente hasta ser declarada Viceparroquia Pozo El Carmen de La Tirana. Su templo fue edificado alrededor de 1780 (Núñez 1991:61), previa destrucción de la huaca de los chipayas.
Procede aclarar que la mención del Carmen no obedece a una invocación mariana, sino al nombre que le puso su fundador al momento de construir en Tira-Tirani (cuando aún no existía templo) una noria para extraer agua y transportarla a Huantajaya, hasta que se llega al convencimiento que lo más práctico es procesar los minerales en la propia Pampa del Tamarugal que provee agua y leña. Así surgen los buitrones, azoguerías u oficinas.
Aunque no hay constancia documental, se presume que en el precursor pozo de El Carmen se veneraba a la Virgen de Copacabana, siendo de lógica deducción que hubo una fiesta religiosa y su respectiva feria costumbrista, con directo protagonismo del segmento laboral procedente de Carangas, zona del Alto Perú (hoy Bolivia), la sintonía cultural de campesinos precordilleranos, más la concurrencia de fieles del Tamarugal, Matilla y Pica.
Un terremoto registrado según fuentes en 1815 (pero que no consta en las crónicas y cronología sismológica peruanas), dejó severamente averiado el templo del Pozo El Carmen de La Tirana.
La imagen de Copacabana fue trasladada provisoriamente al Pozo Santa Rosa, que contaba desde 1818 con una capilla construida por los hermanos Luis y Manuel Arias con autorización del Obispado de Arequipa (Núñez 1991:75).
Santa Rosa se ubicaba en el emplazamiento de lo que hoy conocemos como La Tirana. Hay presunción fundada para considerar que originalmente correspondió el pozo que Antonio O´Brien describiera en 1765 como Puquio de Guagama (Bermúdez 1973:94), en alusión a su gestor, el cacique de Pica Francisco Guagama Pérez.
La imagen volvió a El Carmen apenas su templo fue rehabilitado, pero los Arias no se conformaron con la devolución y entablaron juicio para que les fuera adjudicada oficialmente. No pasó mucho tiempo y el buitrón del Carmen dejó de laborar (1820) y si bien fue perdiendo estatus de viceparroquia y la mayor parte de sus vecinos retornaron a sus lugares de origen (Pica y Matilla), el apego a El Carmen y a su patrona no dejó de persistir. Prueba de ellos fueron los bautizos y matrimonios celebrados allí.
La familia Arias siguió insistiendo, pero al no prosperar su demanda opta por crear una festividad propia que, según se cuenta, tenía lugar en diciembre, lo que hace pensar que se trataba de la Virgen de la Concepción.
Una mayor cercanía de la leña
La tranquilidad de la comarca tamarugueña se ve interrumpida una y otra vez. Sobrevienen los violentos sismos de 1824, 1831 y 1833. En el entretanto, se va gestando una segunda encrucijada histórico-geográfica, pues familias de mineros con intereses en las paradas salitreras eligen Santa Rosa como residencia y entonces se produce el fenómeno paralelo de homologación del nombre La Tirana.
¿A qué razón obedece este movimiento? A falta de mayor respaldo documental, apostamos porque la causa tiene como precedente la brutal depredación del del entorno forestal que provocó el colapso de El Carmen, frente a lo cual se optó por procurar “mayor cercanía de la leña” (Castro 2020:6), ventaja que ofrecía el buitrón de Santa Rosa.
De La Tirana (ex Pozo Santa Rosa), ya posicionada como pueblo propiamente tal, sólo tenemos noticias a partir de 1845, en que registra una población de 458 habitantes, entre los que destacan muchas de las que fueran connotadas familias en el Carmen: Hidalgo, Quisucala, Granadino, Marquesado y Riveros. El representante de esta última, José Manuel Riveros, es propietario del único buitrón existente (Raimondi: El Perú, página 49).
El buitrón en referencia quedó plasmado para la posteridad gracias a un dibujo de Jorge Smith, croquis que formó parte de una colección que este ingenioso empresario salitrero expuso en Londres en 1853 (Bermúdez 1975:317) y fue reproducido por William Bollaert en su libro “Antiquarian” (1860).
Como testimonio de su paso en 1853, el naturalista italiano al servicio del Perú, Antonio Raimondi, deja el siguiente testimonio: “De los pueblos situados en la pampa, es el mejor. Tiene algunas casas un poco decentes y bien construidas. En este pueblo hay una iglesia donde viene alguna vez un cura” (Castro y otros 2016:49).
En la decadente aldea El Carmen, Raimondi encuentra solamente restos de una pequeña capilla y de unas pocas casas (Castro y otros 2016:13). El golpe de gracia lo propinará el furibundo terremoto del 13 de agosto de 1868.
Reconstrucción y dos terremotos
El párroco de San Lorenzo de Tarapacá reportó que el pueblo y la iglesia de La Tirana “quedaron en escombros” (Lamagdelaine y Orrico 1974).
Los vecinos se proponen construir un nuevo templo, pero también rehabilitar la población. Preliminarmente se desarrolla una campaña de erogaciones con el fundamental aporte de los empresarios de las paradas salitreras.
Según una versión, el terreno para la nueva iglesia fue facilitado por Gregorio Hartmann, propietario de extensos espacios desde La Tirana al sur. También se cuenta que se determinó edificarla junto al Pozo Santa Rosa. El diseño arquitectónico estuvo a cargo del español José Durán (Bermúdez 1973:67), quien diseñó el templo de La Huayca.
Una comisión de vecinos estudió el plano de la nueva localidad, apostando por un trazado de calles rectas y ordenadas. Para las viviendas se recomendó dejar de lado el tradicional método constructivo con adobe y chamiza y privilegiar el “tablazón” o “tabique”; es decir, la madera.
Las obras partieron recién en 1872. Al cabo de dos años, el subprefecto de Tarapacá informa que La Tirana posee un templo, todavía en construcción, que “es admirable por sus proporciones gigantescas en relación al pueblo que lo contiene” (El Peruano 1874, tomo II: 152).
Lo que el subprefecto ignora es la voluntad y visión futurista de los vecinos de La Tirana en orden a edificar un templo de envergadura y que sea capaz de albergar al ya creciente flujo de peregrinos que concurre por agosto a venerar a la Virgen de Copacabana. La iglesia no está pensada para los 150 habitantes del pueblo, sino para ser digna referente de la creciente concurrencia de devotos de diversas localidades de la provincia que peregrinan cada mes de agosto.
Con decir que ese mismo templo es el que hoy -a 150 años de la declaración en comento- descuella como un santuario de multitudinaria convocatoria.
El 9 de mayo de ese año de 1877 un nuevo terremoto sacude a la región. El cronista testigo Modesto Basadre atestigua que La Tirana queda convertida en “un montón de ruinas y todo demuestra la más completa desolación”. Y acota que un tal Contreras es el dueño del único buitrón en actividad (Basadre 1884:184).
Sin embargo, remarca: “Los descendientes de los antiguos mineros, aún no se olvidan de la Tirana; a sus expensas se ha levantado una muy bonita Iglesia, aún no concluida” (Basadre 1884:184).
Para la década de 188o hay evidencia concreta de que esa unidad de procesamiento minero sigue en función: los hermanos Germán y Luis Riveros Manzano (hijos del José Manuel que conoció Antonio Raimondi), son los dueños de la “casa-buitrón de La Tirana” (Torres I: 269).
Pero las desgracias no dejan de afligir a los tiraneños, puesto que sobreviene un terremoto histórico: la Guerra del Salitre y ocupación de Tarapacá por Chile, que determinan la paralización económica, el éxodo de habitantes y la suspensión tanto de la fiesta como de las obras finales del templo.
Apenas iniciado el conflicto bélico, el pueblo “sólo vive de la venta de leña, carbón para pólvora” y gracias a los canchones “del cultivo en pequeña escala de la alfalfa y unas pocas legumbres”, conforme manifiesta la publicación chilena (Boletín Guerra del Pacífico).
Aunque la construcción del nuevo templo quedó estancada, el grado de avance alcanzado era notable, conforme a la descripción que ofrece un viajero anónimo:
“Una ligera armazón de madera sobre la cual están fijadas láminas de fierro corrugado. Dos pequeños campanarios dan a la estructura una pulcra y adecuada apariencia. El edificio es ciertamente bastante grande para acomodar a los tiraneños, un poco más de cien almas, pero es de suponer que la configuración puede ser incrementada por la gente de las oficinas salitreras”.
Pero persiste el ruinoso panorama de la población. En 1883, el Subdelegado de Pica, Ambrosio Valdés Carrera, manifiesta que el pueblo se encuentra completamente destruido (Bermúdez 1973:17).
Finalmente en 1886, está listo el nuevo templo. La fecha de inauguración, 16 de julio, es un claro testimonio de que el proceso de Chilenización ya está en marcha y que la veneración a la Virgen de Copacabana ya expiró, pues será reemplazada por la Virgen del Carmen, “Patrona y Generala de los Ejércitos de Chile”.
Luego de algunas décadas, la festividad de La Tirana comienza a nacionalizarse, merced al protagonismo pampino salitrero y a la inclusión del elemento iquiqueño -tanto en materia de peregrinación, como de bailes religiosos- de manera tal que la modesta localidad de La Tirana es escenario de un fenómeno sociocultural que va en progresivo crescendo, aunque coreográficamente anclado al sello andino.
A fines del siglo 19 se registra un crecimiento poblacional que responde a la necesidad de contar con alojamiento para los días de la fiesta. Consecuencia de ello fue la tala de árboles para despejar el suelo y construir. Llegando a 1932, tenemos que la tala indiscriminada alcanza los sectores de los cementerios y el Calvario. En comunicación dirigida al intendente, el subdelegado de Pozo Almonte atribuye el hecho a una necesidad social derivada de la alta cesantía provocada por la crisis de la industria salitreras. “Casi la totalidad de sus habitantes se dedican a esta industria y estimo no tan fácil evitarlo, más si se toma en cuenta la situación del momento”, subraya (Castro 2020:28).
Enclave para el contrabando
En sus desplazamientos hacia el oeste, para las comunidades trasandinas de Carangas no existían inicialmente más fronteras que las culturales-económicas que impidieran el tránsito hacia la pampa y la costa, situación que comienza a variar un tanto con la constitución de los estados nacionales, cuando como bolivianos debían ingresar a territorio peruano en el que regían normas de fiscalización.
Más compleja aún se torna la situación tras la Guerra del Salitre. A esa altura, la pampa salitrera constituía un atractivo mercado que arrieros y pastores no pueden desestimar, de manera que no trepidan en correr riesgo en el ejercicio de sus prácticas de comercio y trueque que significan evadir el pago de derechos y constituyen contrabando.
En este contexto, en 1880 el pueblo de La Tirana está sindicado como el lugar «en que se hacen todas las internaciones para las oficinas de este cantón», según denuncia el jefe militar de La Noria, motivo por el cual encarece al subdelegado Gumercindo San Martín ejercer «una especial vigilancia a efecto de impedir los contrabandos de coca y tabaco, productos que comercializan en las oficinas salitreras» (Castro 2014:568).
Aunque de lo anterior queda claro que no eran esos los únicos productos trasladados subrepticiamente, se apunta a La Tirana casi como eslabón central de la cadena, ya que en 1883 se descubre que uno de los contrabandistas bolivianos, identificado como Manuel Pérez, tenía residente temporal en dicho pueblo, convertido en escala de un itinerario que tras cruzar la cordillera bajaba hasta Yabricoya, donde tomaba el camino que conducía a Pica y se extendía por Calera y La Tirana hacia las oficinas salitreras del sector.
Y era más que presumible que La Tirana fungiera también como punto de acopio de partidas de tabaco, hojas de coca, charqui, chicha de maíz, quinua, papa chuño, tabaco, cecinas, así como de productos de confección artesanal como ponchos, frazadas, ojotas, correas, riendas, sogas de lana y otros tantos. Por supuesto que el contrabando encontraba especial coyuntura con motivo de la festividad y feria que tenían lugar en aquel pueblo ya homologado como santuario.
En 1883 el subdelegado de Pica reporta un caso de contrabando inverso (una especie de exportación no tradicional) tras requisar 10 cargas de mercaderías, entre ellas harina, conservas y alcohol, además de salitre, responsabilizando de ello al mencionado Cabrera (Castro 2014:569).
Otras mercaderías que fluían a Bolivia eran harina de trigo, conservas y jabón, que se obtenían de los almacenes de los pueblos y pulperías de oficinas salitreras, junto con calaminas y planchas de fierro. Y de retorno, a la pasada por Pica, cargaban vino y aguardiente.
Enterados de la contingencia, que burlaba la fiscalización de la autoridad, en el vecino país destacan «comisarios de guía» en diferentes puntos de la frontera “para atajar la corriente de contrabandos” . En tal sentido, la Prefectura de Oruro había reportado que los impuestos de la sal, los cueros y lanas de alpaca “no se pagan porque la acción fiscal está burlada por los indígenas que, comerciando con esos artículos toman caminos desiertos y rutas desconocidas para hacer sus negocios”.
Las operaciones suman y siguen. En junio de 1917 el subdelegado de Pozo Almonte da cuenta a sus superiores de la introducción clandestina, pasando por Pica y La Tirana, de 1.000 ovejas con destino a las oficinas salitreras. Como protagonista aparece el arriero boliviano José Barrera.
Los casos reportados corresponden a una ínfima minoría con respecto a la dimensión real de esos ilícitos.
Así, en 1926 el intendente de Tarapacá emite una declaración que, en cierto modo -y trasladada a nuestro tiempo-, encuentra plena vigencia a propósito del fenómeno transfronterizo:
«Los contrabandos que se introducen de Bolivia, considero casi imposible evitarlos. La frontera es abierta y puede ser atravesada en cualquier parte, sobre todo por los indios bolivianos acostumbrados a hacer grandes caminatas a pie y por senderos intransitables para caballos y mulas» (Castro 2014:580).
Braulio Olavarría Olmedo
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