Quiso a los gatos como si fuera loca. Ellos la acompañaban por las veredas de la vida envuelta en vino tinto, harapos y garabatos.
Recorría la ciudad como los perros vagos. Sin dirección conocida. Enloqueció, dice la cultura popular o las malas lenguas -que no es lo mismo, por supuesto- de amor. De amor sí, pero de amor no correspondido. O mejor dicho de amor prohibido. Siendo, la empleada de un próspero comerciante iquiqueño, se enamoró de quien no debía: de su jefe.
Las penas de amor la enloquecen y el vino termina su trabajo. La calle fue su segundo hogar. Los gatos sus aliados, los depositarios de tanto amor desperdiciado. Se llenó de harapos como queriendo soñar los vestidos que su amante le prometió alguna noche de amor. El traje blanco con que se soñó entrando a la Catedral.
La única vez que la escuchábamos hablar fue cuando respondía al gastado, pero no por ello menos hiriente, «Loca de los Gatos». Entonces era rabia en forma de garabatos; era el odio que viajaba en adjetivos. Era la bronca contra la vida.
La Loca de los Gatos ayudó a construir cierto discurso estético de los años sesenta en el puerto que bajó las banderas negras, gracias a la llegada de la industria pesquera. Era impensable el centro de la ciudad sin ella, sin sus gatos, sin sus harapos, sin sus garabatos, y sobre todo, sin su locura.
Entre tanto olor a pesquera, entre tanta chancha de los bares del Mercado Municipal, un día se nos fue con sus gatos. Estos con sus siete vidas habrán seguido merodeando por ahí. Ella, a lo mejor, en el altar mayor, le da el sí a su amante de siempre.