Para los iquiqueños ir a la playa no es ninguna gracia. La desgracia es no ir
Hay dos formas por lo menos de estar en ella. La primera consiste en ir en un horario determinado y la segunda es ir a acampar, llevándose literalmente la casa, la tele, perro y gatos incluidos.
Está claro que llegar a Primeras Piedras en la época de las banderas negras era toda una hazaña. Hablar de Chanavallita era toda una epopeya de la que hablábamos todo el año. En 1972 con el cuarto A del Liceo de Hombres y bajo la conducción del eterno Manuel Castro Téllez organizamos el paseo de fin de año. Chanavallita fue la última opción. Descartado Paris y Machu Picchu, optamos hasta de mala gana por esa playa.
En la radio sonaban los éxitos de Toni Ronald con eso de “dejaré las llaves de mi puerta”, pasando a los de Tormenta con su “chico de mi barrio”. Un compañero de curso llamado Mario Vargas -cuyo último apellido no era Llosa- estaba convencido que la argentina se había inspirado en él para componer tan popular como tópica canción. Sandro, el gordo, no el gitano, compañero de curso le avivaba la canción que no era cueca.
La llegada a Chanavallita contrastó notablemente con la presunta llegada a Paris. La oscuridad más absoluta nos recibía con el sonido de la mar de fondo que dicho sea de paso, siempre fue mujer; y no el mar como algunos machistas y puristas de la lengua pretenden afirmar.
En ese entonces Chanavallita era una mísera caleta. La de hoy es incomparable con la de ayer. Lo único que permanece es el agua fría.
En los 60 aún era posible acampar en Cavancha, en el Buque Varado y la Poza de los Caballos. Era Iquique entonces más pequeño y menos ajeno que el de hoy. Las carpas hechas con sacos de harina mostraban sin rubor el logo azul de la Alianza para el Progreso. Una tras otras en una larga hilera daban muestras de una vida social frente al mar. Los niños y los perros, lo juraría eran los más felices.
Los días de semana bajando por O’higgins, por Unión, o bien por Juan Martínez hileras de cabros chicos se tomaban literalmente la playa. A pie pelado – a pata pelá- con trajes de baños hechos en casa en base a un brin negro que vendía el Mono Panchito o el Bazar Obrero, ya desteñido por el sol y la sal, y en la que colgaba orgulloso de una pita un caracol sacado del fondo marino de Cavancha, iniciábamos el peregrinaje. Un par de perros y una gran cámara -una llanta – eran los utensilios para el verano. No hacían faltas toallas, bloqueadores ni quitasoles.
La playa se formaba en base a tribus. Al medio la cámara y alrededor los niños y los perros. Ya en el agua el manejo de la llanta nos remontaba a los viejos changos que se hacían al horizonte en balsas de cuero de lobo marino. En la arena, el ritual de Superman nos esperaba. Cruzada las manos sobre el pecho mojado nos tendíamos en la arena. Al levantarnos se leía, a veces con imaginación, la S de Superman.
El espectáculo de la playa se coloreaba cuando llegaba el Marilyn, el Luchito y el Simón. La fiesta empezaba cuando intentaban meterse al agua. Entonces todos chapoteábamos y ellas -ellos- daban muestra de un histriónico histerismo. Los tres definieron, a su modo, gran parte de nuestra identidad cultural.
A la seis era la hora señalada. El Granaderos baja -no sé porque tradición- la bandera y con ello el regreso a casa. Nadie quería llevar la cámara. El olor a pan de la tarde nos invadía hasta los huesos. Las monjas del Asilo de Ancianos nos apaciguaban el hambre. Otras señoras que mojaban la tierra nos daban agua.