“Anoche murió un bombero lo fueron a enterrar
con cinco marineros y un solo capitán”
(Canción popular)
Los masivos y constantes incendios que han asolado a Iquique trajo, entre otras tantas consecuencias la creación de compañías de bomberos. Los migrantes arraigados en el puerto expresaron su solidaridad; a ellos se sumaron los nativos que vieron en esas instituciones el modo más claro de voluntarismo.
El bombero iquiqueño fue el hombre más ocupado de todos los bomberos de Chile. En las páginas precedentes ya hemos anotado la larga cronología de incendios y de salidas de mar, y de todas aquellas actividades que reclaman la presencia de un «Caballero del Fuego».
Es usual verlo en ejercicios, o bien solicitando ayuda para mejorar sus implementos. Vendedores de rifas por excelencia, los bomberos son parte de nuestra identidad cultural.
Sin embargo, hay una tradición que los distinguen. El día en que un bombero fallece, no es un día cualquiera. Y la noche en que lo sepultan la ciudad parece detenerse.
Con sus uniformes de gala, charrateras y zapatos lustrados, los bomberos lentamente se encumbran por Tarapacá en dirección al Cementerio Nº 1. La noche se calla y el sonido del tambor marca el paso de aquel que en vida fue un voluntario y que ahora descansará en paz.
Las antorchas con ese fuego ardiente que el bombero en vida trató de derrotar los acompaña como tratando de hacer las paces. Centenares de pantalones blancos y de chaquetas azules y rojas le dan colorido a esa noche eterna. Detrás los carros-bombas majestuosos le dan el último adiós.
Iquique parece despoblarse para acompañar al bombero. Al llegar a Errázuriz con Tarapacá el funeral adquiere ya un ritmo más dramático. Se acercan al Nº 1. El sonido del tambor parece latir como un corazón colectivo. Al subir por San Marín la angustia parece ser de todos. La entrada al cementerio es majestuosa. Se le deposita en una coruña y se le cubre de coronas. Las palabras de despedida parecen estar de más. Cuando ingresa al nicho, otra vida le espera.