Historias de la pampa en homenaje a la Semana del Salitre
El Viejo Roco y su Placa
Mario Vidal Quiroga
Al viejo Roco lo conocí al poco tiempo de empezar a trabajar, en la oficina salitrera, donde los caminos de la ilusión me llevaron. Recién egresado de mi querida Escuela de Minas, trataba de captar todo lo que consideraba interesante a mis ojos de inexpertos. Para lograr eso, la pampa no es mezquina. Cuenta con tantos personajes, cada cual más interesante, lo que satisface cualquier búsqueda.
Nuestro amigo, se desempeñaba en el mismo Rajo 60 en el que me correspondía iniciar mis faenas como salitrero. Era cargador de “cachorros” del Rajo. El encargado de preparar con pólvora los “cachorros” o tiros que era necesario perforar en los bolones de caliche por la pala. Había que achicarlos con ayuda de la pólvora, que manejaban hábilmente los temerarios operarios que se dedicaban a este trabajo. El explosivo se introduce en los taladros hechos con las “guaguas” o perforadoras accionadas con aire comprimido a la profundidad conveniente en los bolones.
Una vez que todos éstos se encuentran listos para ser tronados, los cachorreros y el cargador proceden a quemar. Se le acerca fuego, mediante una mecha, que es una brasa encendida, a las guías que sobresalen de los bolones. Estas guías llegan hasta el fondo del tiro y están en contacto con la pólvora, la que está cubierta por un tapón de tierra húmeda. Para preparar estas explosiones, hay que ser muy diestro. Si no se tiene la práctica necesaria y se cargan los tiros con mucho explosivo, el caliche se desparrama por todos los alrededores. Así, poco queda para el carguío con la pala.
Pues bien, el viejo Roco sabía muy bien su trabajo y colocaba la carga explosiva absolutamente necesaria. Esto permitía que los bolones se partieran solamente, dejándolos en situación de ser cargados por el balde de la pala. Para tronar o quemar, el viejo tenía mañas. Se valía de un trozo de guía de igual longitud a los ponía en los bolones y que encendía junto con el primero al que le “daba fuego”. Esto le permitía conocer hasta donde se estaban quemando las guías, antes de llegar a la carga de pólvora. Cuando estimaba que era el momento oportuno, siempre con su guía auxiliar en su mano, se apuraba en escapar de la zona peligrosa. Se protegía, con sus compañeros, detrás de la pala. Nunca tuvo problemas, hasta que un día se presentó un percance. Sin motivo aparente, empezaron a explotar los tiros antes de tiempo.
La guía que se había usado, era sin duda, más rápida que la que se empleaba habitualmente. Esto provocó las explosiones, prematuramente. El viejo cargador de tiros, junto a los dos cachorreros que lo acompañaban, abandonó rápidamente lo que estaba haciendo y se refugió entre los trozos de caliche que se habían alcanzado a perforar. Así pudo escapar de una muerte segura.
Posiblemente Dios y el santo de los mineros, San Lorenzo, los favorecieron y no les pasó nada. Ninguno de los veinte o treinta tiros que salieron, los alcanzó, quedando eso di, los tres cubiertos con el polvo salitroso de las explosiones. El personal de la pala, al ver lo sucedido, dio por muerto al trío, como era de suponer. Esto se corrió a viva voz por el Rajo cuando cesó todo el ruido y la pampa se cubrió de silencio. Pero como decimos, el viejo se había salvado milagrosamente.
Al llegar los jefes de la pampa, se impartieron las medidas precisas para llegar a atender a estos arriesgados trabajadores. Todo fue felicidad, al encontrarlos vivos. Don Leandro, jefe de las operaciones en la pampa, hombre muy cabal y estimado por la gente, muy preocupado como estaba, le preguntó al viejo Roco: ¿tienes alguna lesión, viejo?, ¿alguna herida? A lo que respondió, “no, don Leandro, gracias a Dios. No me pasó nada, ni a mis compañeros tampoco. Lo que lamento, eso sí, es la pérdida de mi placa dental”.
Se refería a la prótesis que usaba y de la que se encontraba huérfano en ese momento. De inmediato el jefe dio las órdenes necesarias: “¡Niños, busquemos la placa del viejo Roco! A lo mejor, se encuentra entre los bolones donde se le cayó, con el susto.
Don Leandro, junto a todo el personal del Rajo, se movilizó de inmediato, buscando la perdida placa. Cerca de media hora se dedicó a esa labor. Como la intensa investigación resultara negativa, ésta se suspendió al decirle el jefe al viejo: “súbete a la camioneta, para llevarte donde el dentista. Él te hará de inmediato, una nueva para que te veas buen mozo”.
Roco, ni corto ni perezoso, obedeció la orden, llegando donde el profesional, quien procedió a comenzar el trabajo que estuvo listo con mucha prontitud.
Pero la realidad había sido otra. El día del accidente, el viejo había perdido su placa, antes de irse al trabajo. Como todas las noches al acostarse la había dejado dentro de un vaso desinfectante. Su esposa, doña Anita, vieja pampina que por sus años ya poco veía, antes que su compañero se fuera a trabajar, en forma involuntaria, arrojó el contenido del tiesto al basurero, que en la oficina recogían muy temprano. O sea, que el viejo Roco, que era un viejo muy ladino, llegó al Rajo sin la placa que al ser buscada movilizó a todo el personal y causó gran conmoción. Igual que los tiros adelantados que por poco se lo llevan antes de tiempo. Al final, el viejo resultó doblemente victorioso. Salvó su vida por milagro y quedó feliz porque le colocaron la prótesis dental que reemplazó a la antigua que ya poco le servía.
Tiempo después, tuve noticias tristes de este viejo amigo que mucho estimé. En el norte chico, ya jubilado después de tantos años en la pampa salitrera, sufrió un accidente en una apacible parcela agrícola. Murió atropellado por un tractor. Sin duda, ya por sus numerosos años, no pudo hacerle el quite como logró esquivar a las tronaduras de los bolones de caliche en la pampa.