Estaba todo preparado para ir a La Tirana. Al cabo de dos años sin saludar a la Madre y en su casa, los peregrinos contaban los días y las noches.
Seis meses antes se había diseñado un plan alternativo: no habría procesión, nada de bailes en la explanada, y al templo iban a ingresar los bailes religiosos sólo junto a los músicos indispensables. Se decía, además, que este año iba a danzarse alrededor de las sedes sociales, y que se usarían los dos templos del pueblo, el viejo y el nuevo. Todo ello en sólo tres días; siendo que, por la cantidad de bailes religiosos que suelen participar (unos 220), la fiesta tradicional dura doce días.
Por su parte, los comerciantes ya habían invertido en sus compras; algunos arrendaron con seis meses de anticipación piezas y casas.
Estaba todo listo para el reencuentro con la China, como en la fiesta se le llama a la Virgen. En Iquique, es rutina de todo el año que los bailes ensayen sus mudanzas, y adiestren a nuevos y futuros integrantes en la complejidad de los bellos movimientos corporales. Juntan dinero a través de lotos, de platos únicos, y cobranzas de cuotas.
La fiesta, como toda fiesta, requiere planificación. Y La Tirana aún más.
Pero todo se derrumbó con la noticia, la semana pasada, de que una vez más se suspende la fiesta. Sinfín de encuentros masivos siguen organizándose a lo largo del país (conciertos de rock, encuentros deportivos en estadios, malls que funcionan a todo dar, marchas ciudadanas), pero con estos no existe la misma vara.
La fiesta de La Tirana despierta en las elites un viejo prejuicio de corte iluminista, surgido en el siglo XIX en Europa y que luego ancló en el Norte Grande. Ya en las primeras versiones de la fiesta, grupos acomodados ―tanto en la izquierda como en la derecha, además de la Iglesia católica―, tildaban a sus participantes de supersticiosos e ignorantes. Bailarines, peregrinos y devotos de la China eran, según ellos, masas escasamente cultivadas en lo religioso. Adormecidos por el opio del pueblo, en otras palabras.
Si hasta la década de los 60, la Iglesia persistía en cerrarles las puertas a los bailes, hoy las abre, pero con la intención de evangelizar: «A Jesús por María», es uno de sus eslóganes. Con todo lo que encierra, el marianismo les resulta sospechoso. La creatividad de los peregrinos les hace arrugar la nariz. En el fondo, a la jerarquía católica nunca le ha gustado la fiesta. Tal vez, su apuesta, espero equivocada, es que desaparezca.
La fiesta de La Tirana es el máximo marcaje identitario y patrimonial del Norte Grande. Se sostiene con el apoyo de la sociedad civil organizada en asociaciones y federaciones de bailes religiosos, tradición que proviene de la fortaleza organizacional del movimiento obrero salitrero. No es una fiesta anclada en el pasado: en él se inspira, pero se va refrescando gracias a la innovación y creatividad de los peregrinos. La gramática de La Tirana no es cosa sencilla. Es un texto que requiere de una lectura aguda, pero comprometida. No es folclore; y menos, carnaval.
Los bailes religiosos entienden la medida recién tomada por el Ministerio de Salud, pero les duele. Se pudo haber ahorrado energías ―y, sobre todo, desesperanza―, si en marzo se hubiese anunciado que, por alzas del Covid y de enfermedades respiratorias, la fiesta volvía a suspenderse, tal como en 2020 y 2021. Pero la noticia llegó a menos de un mes del 16 de julio. Entre otras cosas, falló la prospectiva.
Los bailes ahora se están reuniendo para saber qué hacer. El dilema es ir o no ir. Si es ir, de todos modos no se podrá bailar. El presidente de la Federación de Bailes Religiosos, Juan Pablo Maturana, entregó libertad de acción; en otras palabras, que cada organización decida. Uno de sus argumentos es que no se puede jugar con la fe de un pueblo.
Con sus declaraciones, Maturana desafía al poder médico y político. Se reactiva así el conflicto intermitente y de larga data entre las autoridades (aliadas con el obispado) y quienes precisamente animan cada año la Fiesta. Están, por un lado, quienes en las actuales circunstancias consideran a la celebración un estorbo, que no merece mayor consideración (sospecho que el obispo que acaba de asumir en la diócesis de Iquique poco sabe de la profundidad del alma mariana y peregrina viva en el Norte).
La Tirana es el lugar del encuentro, la comunión de los cuerpos, la oración hecha danza y canto. Es la conjunción de tres ‘F’: fe, fiesta y feria. Una celebración que parte en dos el año del Norte Grande, y que nunca, en sus más de dos siglos de historia, había tenido más de una suspensión anual (y ahora ya van tres).
La Tirana es una fiesta mestiza popular que acoge y que demanda por salud y bendición, y de cuya suspensión hoy se resienten decenas de miles de nortinos sin influencia en las esferas del poder, pero presencia fundamental en la tradición más importante y antigua de su tierra. Hoy, y hasta nuevo aviso, La Tirana ha tenido que congelar el canto peregrino que dice y clama: «Si la vida nos da/ para el año volveremos».