Daniel Riquelme

1857-1912

Evocación de Daniel Riquelme

 

Miguel Angel Díaz A.

 

 

Uno de nuestros valores más genuinos del cuento en Chile y la figura más popular de los últimos decenios del siglo XIX fue sin duda alguna Daniel Riquelme, quien nace en Santiago en 1857 y muerte en Suiza en 1912. La vida y la obra de nuestro autor acusan una correspondencia o ensamblamiento tal que, al separarlas, nos resultaría imposible ensayar un estudio de conjunto que nos diera la tónica requerida, un conocimiento verdadero de lo que fueron la trayectoria literaria y la vida ciudadana de uno de nuestros más grandes cronistas del siglo décimonono.

 

En su aspecto humano – que será reflejo fiel de su obra literaria posterior – hay todo un capítulo de complejas actitudes. Su niñez misma está llena de altibajos, de episodios desconcertantes. Pierde a su padre –taquígrafo del Congreso – a los ocho años. Su madre –profesora de música – sólo se preocupó de interesarlo en su arte, descuidando moldear su carácter, que de díscolo se hizo intolerable con el tiempo. Sus estudios como alumno del Instituto Nacional también fueron irregulares, abandonándolos pronto, con lo cual penetró así, violentamente, al azaroso camino de la vida.

Conoció de tal suerte, tempranamente, tras una vida disipada, todos los albures de una existencia sin términos medios, convirtiéndose, por el imperio de las circunstancias, en el hombre que se vanagloriaba de conocer a fondo el alma de sus semejantes, así fueran del pueblo como de las clases altas. Por su innato talento y reconocido ingenio superó las trabas de una instrucción incompleta, haciéndose rodear por un mundo que se repartía entre una bohemia incorregible y el conocimiento cada vez más profundo de los hombres y sus debilidades, lo que le permitió codearse con las glorias literarias de la época, como los hermanos Orrego Luco, Díaz Garcés, Fanor Velasco, Fernando Montalva, Rubén Darío, etc. Era en una palabra un tipo pintoresco, el prototipo del «dandy» agraciado del siglo XIX; un hombre burgués, empresario de teatro, solterón empedernido que , al decir de Mariano Latorre, reunía a diario en su quinta «Estambul», de Recoleta, a todo un mundo de la mejor sociedad, verdadera sucursal de nuestro Club de la Unión, donde hasta «duelos de honor» se concertaban pero que siempre, por ese espíritu tan conciliador que nos caracteriza, estos «resabios medievales» terminaban indefectiblemente en sabrosos y muy bien regados «cazuelazos».

Su vida en el campo de las letras la inició escribiendo crónicas de la más diversa índole en las revistas de la capital; luego se incorpora al periodismo, pero fue al estallar la Guerra del Pacífico donde nuestro futuro y hábil cronista va a encontrar su «vena» predilecta, ese campo virgen de ilimitadas posibilidades que lo llevaría a inmortalizar muy pronto su famoso seudónimo de Inocencio Conchalí. Espíritu vivaz, ávido de conocer otros horizontes, pronto se enrola como corresponsal de guerra de «El Heraldo», de Valparaíso, en el ejército chileno que va al Perú, lo cual le permite conocer de cerca otros aspectos de la sicología de nuestro pueblo. Ya en 1883, a los 26 años de edad, empieza a publicar sus primeras crónicas de guerra, chascarros y sabrosas anécdotas en un tono de sano humorismo en el diario «La Libertad» y que luego refundió en su obra ya clásica que lo haría famoso: «Bajo la tienda».

En sus crónicas de la ciudad evoca con entrañable amor la bohemia santiaguina del 900, entregándonos emotivas semblanzas de las calles Huérfanos, Merced, Recoleta, donde transcurrieron los mejores años de su azarosa existencia. Su estilística, hecha de sugerencias y delicados matices, deja entrever -como un novedoso aporte a la prosa de todo el siglo XIX- el empleo de las primeras metáforas y algunos dichos de auténtico sabor criollo, lo que prueba también que Daniel Riquelme sabía captar en su raíz misma lo más sustantivo de nuestra chilenidad. Dio a la prosa un aire de renovada fuerza expresiva que aprovecharían más tarde, entre otros, Díaz Garcés, Baldomero lillo, Francisco Hederra e incluso Olegario Lazo Baeza, etc.

Llegamos así a los primeros años del siglo XX, Víctima de la tuberculosis, nuestro gran cronista de la Guerra del Pacífico espera resignado la visita de la muerte. Antes viaja a París, cumpliendo así un anhelo de toda su vida; luego pasa a Laussane (Suiza) en busca de salud y allí muere en 1912, permaneciendo sus restos en esta ciudad hasta 1942, fecha en que, por no ser reclamados por nadie, se arrojan a la fatídica «fosa común», no conociéndose en la actualidad el lugar preciso en que descansa la envoltura material del que fuera honra y prez entre los mejores maestros de la crónica y el cuento chilenos.

 

 

Revista «En viaje», Nº 331

Mayo de 1961

Página 33

 

 

 

 

Thompson (Cuento)

Daniel Riquelme

 

         Si todos decimos sencillamente Thompson, como se dice Prat y Condell, es porque hay en esa brillante trinidad de la moderna marina nacional un parentesco de heroísmo que les coloca en un mismo altar.

         Igual es en ellos el acero de las espadas y el oro de los corazones.

Caído el uno en el fragor del combate, hubiéranlo reemplazado sucesivamente los otros, sin que el enemigo, la fama ni la patria advirtieran más diferencia que los ímpetus que alienta la venganza.

Thompson era el mayor en años, galones y servicios. Prat parecía serio por la serenidad del valor reconcentrado en sí mismo.

El valor de Thompson y de Condell era radiante como la gloria y enamorados de ella ambos se burlaban temerariamente de la muerte, que se llevó a los tres en edad temprana.

 

Thompson fué bautizado con la pólvora, ya que no con la sangre del combate, en que la Covadonga arrió su bandera delante de la Esmeralda y desde aquella fecha, medio borrada ahora por la mano del tiempo y las uñas de la diplomacia, parecía a todos que su ilustre jefe, don Juan Williams Rebollledo, el héroe de aquel combate, se había adoptado cual hijo predilecto en la carrera del mar. La gloria del veterano atraía al joven, que le había tomado como el modelo más hermoso del hombre y del guerrero.

         El viejo, por su parte, olfateaba en el porvenir al león, que iba a nacer de aquel mozo, y acaso se veía a sí mismo en la talla gigantesca y en el alma generosa y sin  miedo de esa juventud plantada a su sombra de encina real.

         Por eso, a nadie extrañó en la Esmeralda que Williams le confiara la honrosa misión de recibir y cambiar la bandera del buque rendido.

         Como en un revuelo de gaviota, Thompson llegó en la falúa de gala al costado de la goleta; subió solo con su espada, y desde el centro de la cubierta, desnudando allí el acero, pronunció sin jactancia las palabras sacramentales:

– ¡En nombre del gobierno de Chile tomo posesión de esta nave!

 

Eran las vísperas del gran drama del Pacífico, que Chile iba a representar por tercera vez sobre las olas amigas, que tan venturosamente han llevado siempre sus aguas abajo…

La escuadra, al mando de Williams, hacía en Valparaíso sus últimos aprestos para zarpar cuanto antes a Lota a rellenar sus carboneras; de Lota a Punta Arenas, ¿y de ahí?…

         Era la Argentina, nada menos, la que entonces se nos ponía al frente.

         En aquellos días, Thompson no contaba más que los galones de capitán de corbeta; ofendido por una postergación que le ocasionara su entusiasmo por la candidatura presidencial de don José Tomás Urmeneta, había pedido su retiro, y el Gobierno le mantenía varado y en desarme en las playas de su hogar.

         Pero el Presidente Pinto, ajeno a rencores políticos, le llamó al servicio el mismo día en que recibía de Valparaíso este lacónico telegrama:

         «Véngase. –La Esmeralda espera a su comandante.- Williams».

         Horas más tarde, Thompson tomaba el mando de esa nave, y revisaba a la tripulación que le aplaudía, sonriendo a su sombrero de pelo y a la levita civil, que sus sastres no habían tenido tiempo de reemplazar.

De ahí se dirigió al Depósito de Marineros para completar al instante la dotación de su buque.

Después de recorrer las filas, dijo tranquilamente:

– ¡Los que estén resueltos a morir, den un paso al frente!

Y la dotación quedó completa.

El viento de la guerra, en un cambio de cuadrante, dejó a la escuadra con la proa hacia el Perú.

En Iquique, Williams dio la última mano a su plan de ataque al Callao. El y los suyos eran dignos de seguir las aguas de Lord Cochrane. Lo demás dependía de los acontecimientos que no gobiernan ni el valor ni el saber de los hombres.

Prat fué nombrado comandante de la Esmeralda, Thompson pasó a mandar el Abtao y la escuadra se hizo a la mar.

En el asalto proyectado, el almirante confiaba a Thompson esta misión:

Incendiar su buque en el centro de la bahía enemiga, para que las llamas sirvieran de faro al resto de la escuadra; dar fuego a las siete mechas de tiempo que se internaban en la santabárbara para hacer estallar los quinientos quintales de pólvora que había en ella, y, en seguida, escapar como pudiera en la lancha a vapor que llevaban al costado.

Todo estaba previsto para el mejor desempeño de este prólogo infernal de la tragedia. En efecto, al llegar la escuadra al sitio del «rendez vous», Thompson debía echar a sus botes la tripulación de su buque, no quedando en éste más que él y siete hombres más, que ya estaban designados, y, en seguida, prender el petróleo de que estaba sembrada la cubierta.

Los aprestos se hicieron conforme a lo prevenido; pero al dirigirse al puerto el Abtao, apresó una mísera piragua, tripulada por tres pescadores, que eran otras tantas generaciones: el abuelo, el padre y el nieto.

Estos juraron que el Huáscar y la Independencia habían salido con rumbo al sur.

Williams, enfurecido y no creyendo en la traición de su estrella, entró al puerto y giró en redondo por el frente de las baterías.

 

¡Era verdad la siniestra noticia de los nocturnos pescadores!

¿Se divisaron o no, desde uno de los barcos chilenos, las sombras fantásticas de los blindados que navegaban hacia el sur?

El hecho es que éstos llegaron a Iquique, y que al divisar entre las brumas los palos de la Esmeralda y de la Covadonga saludaron con alegres libaciones la aurora del día en que su patria iba adquirir dos naves más, sin contraste alguno.

Dentro de este convencimiento, el primer disparo del Huáscar que se perdió en el agua a igual distancia de nuestros buques, no fué más que la notificación caballeresca, pero lisa y llana, de que les había llegado la hora de cambiarse de patria y de bandera.

Así transcurrieron, en espera de la respuesta, cinco minutos mortales en medio de un silencio que se oía sobre el rumor de las olas; el silencio de los hombres y de sus armas de combate.

Al fin, dijo Grau, desde su torre:

– Es inútil esperar más: Thompson está en la Esmeralda. ¡Rompan fuego!

Ambos eran desde Lima grandes y buenos amigos, y conociéndose a fondo, sabían muy bien lo que el uno podía esperar del otro, si el deber llegaba a ponerles frente a frente en el campo del honor.

Grau ignoraba, naturalmente, el cambio de Thompson por Prat, en el mando de la Esmeralda, como ignoraba lo que de Prat iba a salir en aquel día.

 

En el desembarco de Pisagua, Thompson tuvo de hecho el mando de las naves que lo protegieron, y entre las órdenes que impartió estaba la muy terminante de que ninguna se aproximara al fuego de las trincheras enemigas, desde que podían destruirlas sin exponer a ningún tripulante.

Concluída la jornada, cada comandante pasó a darle el parte verbal que le correspondía.

Condell hizo su relato, y como de esto resultara que tenía algunos heridos a bordo, Thompson le dijo en tono airado:

– ¿De modo, señor, que el héroe de Punta Gruesa tiene a menos cumplir mis órdenes?

Condell se inclinó como en ademán de volar; venció la disciplina; pero ahí murió, al parecer, una antigua y noble amistad…

El herido quedaba con la bala adentro.

El 25 de febrero de 1880, el Huáscar, comandado por Thompson, entró a reemplazar al Cochrane en el bloqueo de Arica, teniendo bajo sus órdenes a Condell, que montaba la Magallanes.

De orden suprema, ninguna de esas naves podía entrar en combate con las fuerzas enemigas, a menos de ser provocadas.

Esto ocurrió bien pronto.

El 27, poco después de las 8 de  la mañana, el Huáscar dejó su fondeadero para reconocer la costa y algo debió penetrar en la zona prohibida de la provocación, pues al pasar frente al Morro recibió un balazo y siguieron disparándole el Manco Capac y los fuertes de la población que estaban a flor de agua.

La Magallanes llegó como avergonzada de no haber podido volar y, secundando a la nave capitana, abrió sus baterías contra la población.

Este combate, que correspondía al desayuno de a bordo, duró cincuenta minutos.

Nuestros buques se retiraron para que almorzara la gente esa ración seca y siempre igual de los bloqueos. A las 10.30 P. M. avisaron desde las cofas que por la línea férrea de Tacna se acercaba a la ciudad un tren con tropas. El Huáscar volvió a entrar a la bahía para detenerlo a cañonazos, intento que logró a los pocos instantes, y el combate se renovó con igual ceguedad que pocas horas antes.

¡Dos cascos flotantes contra un trozo del continente americano y flotantes y desamparados en la cuerda de un arco de cañones casi invisibles y a firme sobre un suelo sin olas!

En lo más recio de este duelo temerario, Thompson vió que el grupo de artilleros que combatían a campo raso de la cubierta, disparando con uno de los magníficos cañones de a 40, se habían agazapado instintivamente tras la borda al ver la mole de fierro que se les venía encima, y no pudiendo contenerse, se acercó a ellos para gritarles desde la cumbre de su talla gigantesca:

– ¡Las balas se esperan cara a cara, como en Iquique!

Todos se irguieron al punto; dispararon su tiro con toda calma; silbó otra bala y ésta dejó en torno del cañón de a 40, seis muertos y catorce heridos.

Los veinte eran de la Esmeralda cuando el combate de Iquique, y entre los primeros el aspirante Goycolea, cuñado de Serrano.

Nuestros buques tornaron a su punto de observación, cada uno por su lado; la gente tomó su lunch reglamentario tranquilamente, aunque todos presentían que aquellos muertos habían de tener sus honras fúnebres.

Desgraciadamente, a la 1 P. M., se vió que el Manco levaba sus anclas y movía la inmensa pesadumbre de sus cañones y blindaje, con rumbo hacia afuera, al amparo de las baterías de tierra.

¿Era anzuelo tirado al ciego heroísmo de los nuestros?

El Huáscar se lanzó de nuevo a la pelea, y esta vez Thompson arengó a los suyos, exclamando:

– ¡Ahora tenemos sangre que vengar!

Y siguió avanzando para descargarle a boca de jarro toda su artillería y atacando después con el espolón que había hundido a la Esmeralda.

A doscientos metros dio la orden de avanzar a toda fuerza. El telégrafo se cortó: la repitió de viva voz; pero un accidente en las máquinas no permitió cumplirla al propio tiempo que se descubría una lancha lanzatorpedo al costado que el monitor presentaba al Huáscar.

Este  giraba para darle una vuelta cuando una bala diabólicamente dirigida le echó abajo el palo de mesana. Pareció al principio que esto era todo: más luego se vió que de Thompson no quedaban más que restos dispersos, y su espada clavada en la cubierta.

Eran las 2.30 de la tarde.

Valverde, aunque herido, tomó el mando, afianzó en el palo mayor el pabellón nacional que había caído con el otro y siguió combatiendo contra el monitor, los fuertes y la población hasta cerca de las 3 y media, y con tal irradiación de bravura y de desprecio, que nadie en la Magallanes pudo sospechar que Thompson ya no existía.

Los cañones peruanos habían disparado 300 balas.

 

 

El Código de señales había desaparecido también y sólo hora y media después, cuando el Huáscar volvió la espalda al campo, pudo Valverde comunicar a la Magallanes la fatal noticia.

Cuando Condell, a quien correspondía el mando, llegó al Huáscar, los marineros echaban en un barril de aguardiente los trozos que recogían del cuerpo despedazado de su arrogante jefe.

Reinaba el silencio que media entre dos sollozos.

Condell se descubrió ante esos despojos sagrados y gloriosos, y con voz que parecía gemir como el viento entre las jarcias, dijo:

– ¡La Marina Nacional ha tenido y tendrá siempre valientes! ¡Un Manuel Thompson, jamás!

 

Tales eran, durante la campaña, los recuerdos que los de tierra hacían de sus hermanos del mar.

 

Extractado del libro Bajo la tienda. Recuerdos de la campaña al Perú y Bolivia. 1879-1884

Editorial Zig Zag. Página 249-255

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